Cuentan que en la carpintería hubo una vez una extraña asamblea. Fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido” Y, además, se pasaba el tiempo golpeando. El martillo aceptó su culpe, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle mucha vueltas para que sirviera de algo.
Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que rea muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro, que siempre estaba midiendo a los demás según su medida, como si fura el único perfecto.
En eso, entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente, la tosca madera inicial se convirtió en un bonito mueble. Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho y dijo: “Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos.
La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte; el tornillo unía y daba fuerza; la lija era especial para afinar y limar asperezas, y observaron que el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir muebles de calidad. Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
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